El mundo transcurría ante los ojos anaranjados del rey, fuera de su alcance. Sabía que el exterior estaba lleno de peligros, pero también era desconocido; excitante. Debía permanecer en la fortaleza por su sporio bien y por el de sus súbditos. Pero cada vez que un Cantor pasaba volando, su corazón daba un vuelco y el deseo de explorar se apoderaba de él.
Cada cierto tiempo pensaba en escapar. No para siempre, ¡claro que no!, solo unas horas.
Había días en los que el deseo de salir a explorar era casi irresistible y el rey se encontraba a sí mismo listo para escapar en cuanto tuviera la mínima oportunidad. Sin embargo, había algo que siempre lo detenía. En parte era su deber para con sus súbditos, quienes requerían atención constante. A veces requerían apoyo moral, otras necesitaban que les resolviera dudas importantes. Y el rey debía coordinar esas audiencias con sus deberes de defensor del reino. ¡Las fronteras no se cuidaban solas!
Pero había algo más. Lo que lo retenía no era una persona, ni siquiera su fuerte sentido del deber. No, su razón, su debilidad era…
—¡A comer, Señor Bigotes!
¡La comida! ¡El delicioso sabor de un jugoso paté de salmón!
El señor bigotes dejó su cómodo puesto junto a la ventana que daba al jardín y fue en busca de su delicioso platillo. Su agraciado porte felino y su suave pelaje gris hinchaban los corazones de sus súbditos, llenándolos de calidez y cariño.
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